miércoles, 20 de julio de 2011

Tercera parte.



La luz, lívida, escapa,
y el cristal ya se afirma
contra la noche incierta
de arrebatadas lluvias.

Luis Cernuda






La seguí.
Sí, no pude evitarlo. Que por qué lo hice, no lo sé. Supongo que en un vano y patético intento de justificarme podría decir que la necesito, pero yo no he necesitado a nadie nunca asique no es una excusa coherente.

Entró a una de las tiendas de souvenirs contiguas a la calle principal. La conozco, sé que solo quería evadirse; para nada huir ni mucho menos marcharse.
Manoseó algunas de esas baratijas y sonrió a las tenderas sin demasiado entusiasmo como compensación a no haber gastado ni un céntimo y, finalmente, salió de la tienda.
Andaba rápido y decidida. De vez en cuando y como incentivada por espasmos subía su cámara de fotos a la altura de los ojos enfocaba a algún punto, imperceptible para mí a causa de la distancia y disparaba. Lo hacía rápido, como si le diera vergüenza poder ser sorprendida en esa situación.

Una vez me confesó, en uno de nuestros paseos invernales, que la fotografía le suponía un ejercicio de introspección al igual que cuando yo escribía.

Desde que la vi salir del hotel a hurtadillas esa mañana supe a ciencia cierta hacia dónde se dirigía.

Probablemente al llegar a la bahía y enfrentarse cara a cara con la escultura, protagonista de tantas de nuestras historias, pensó en mí. No lo sé.

Lo recuerdo como una de las imágenes más bonitas que llegaré a vislumbrar en mi vida.
Se sentó en el suelo gélido, imitando la posición de la figura de bronce y se quedó muy quieta, la brisa le acariciaba la melena y les confería a ambas una semejanza singular.

No tuve el valor para acercarme, no habría sabido qué decirle, ni cómo justificar mi aparición. He de reconocer que siempre tuve el pánico de que se hubiese olvidado de mí y en cambio yo andaba persiguiéndola por todos los rincones de Europa.

Así, sumido en mis pensamientos y ella en los suyos, separados por una distancia considerable, yo intentado no ser visto y ella expuesta de forma natural a los primeros rayos de Sol. Ambos viendo el amanecer en ese lugar que se despertaba tan solitario y que,sin embargo sería profanado por el trasiego de miles de turistas en apenas unas horas, escuché por vez primera el dictamen de mi corazón…
Y cambió el curso de las cosas, pudo ser el azar, el Sino o incluso Dios, su Dios.

Los nervios de acero que tanto me habían costado forjar se desvanecieron, salí de mi ‘escondite’ y me acerqué a ella. En ese instante se giró hacia su bolso. Sacó de él el cuaderno negro de tapas duras que le regalé tiempo atrás para que escribiera y pude observar que estaba caligrafiado hasta la penúltima página.

Se volvió como si hubiera advertido mi presencia desde el principio y me dijo en un susurro casi imperceptible –Gracias por haberle dado un final a la historia de la Sirenita.

1 comentario:

RRAG dijo...

en momentos como este, te admiro