lunes, 14 de febrero de 2011

Necesidad obliga.





Amaneció en el sur de Inglaterra.
Como todas las mañanas de ese mes apuraba en la cama hasta el último minuto, en un duerme vela que era finalmente interrumpido por un portazo de mi compañera de habitación; en ese momento saltaba de la cama y me metía en la ducha. Me vestía a toda prisa, cogía la mochila, bajaba las escaleras de madera, saltando los peldaños de dos en dos, metía las tostadas en el tostador y me bebía un vaso de zumo de trago. Después extendía la crema de cacao en el pan tostado, me lo metía en la boca, me ponía el chubasquero y el portazo que, minutos antes me había despertado, volvía a sonar.

Calle abajo y apurando mi desayuno, sacaba el reproductor de música, me ponía los cascos con la misma canción del día anterior.

Ese día al salir de clase me crucé con un grupo de amigos. Cuando creía que había pasado desapercibida una voz me gritó-vamos de compras al centro, ¿vienes?-.
-No, voy a subir a casa que mi habitación necesita una limpieza- repuse, riéndome de lo ridícula que había sonado aquella excusa.
-¿Ahora te has vuelto ordenada?- preguntó otro entre risas.
-Nunca dejé de serlo-respondí con la misma ironía- luego os llamo- les dije, poniéndome las gafas de sol y encaminándome hacia mi supuesto destino.
Al doblar la esquina, dejando atrás a mis compañeros, entre risas escandalosas mezcladas con palabras en inglés, italiano y sueco me apresuré a la parada en la que casualmente un autobús acababa de estacionar. Sin tener ni la más remota idea de a dónde se dirigía me subí y tras enseñarle al conductor el billete tomé asiento junto a una anciana.
Me apetecía despejarme, respirar, pensar, recapacitar y ¿por qué no? , también recordar.
Al llegar a la última parada la señora que viajaba a mi lado me indicó,amablemente, que era el fin del trayecto, se lo agradecí con un ‘Thank you very much’ y bajé del autobús.
Estaba en un barrio muy pintoresco, había banderas de colores que colgaban de un lado a otro de una calle angosta, repleta de tiendecitas de especialidades. Unas dedicadas exclusivamente a la confección de trajes de gentleman, otras cuyos diminutos escaparates estaban llenos de sombreros para ocasiones especiales, de todos los colores y diseños que la imaginación puede recrear.
Me disponía sacar la cámara de la mochila, con la misma desesperación que un fumador saca un cigarrillo, cuando una gota me calló en la mano. Miré al cielo y mis peores pronósticos se confirmaron: el cielo gris, encapotado vaticinaba lo que sería una tormenta.
Guardé la cámara y decidí resguardarme en una cafetería con unas cristaleras grandes que daban a la calle.
Me senté y pedí un cappuccino y dos sobres de azúcar.
Mientras lo esperaba, saqué de la mochila un cuaderno y un bolígrafo. No sabía qué escribir. Llevaba demasiado tiempo sin hacerlo, tres semanas para ser exactos, y a pesar de que inevitablemente y en cualquier lugar puedo inventar historias tenía la necesidad física de plasmarlas en papel.
El camarero dejó la taza encima de la mesa con delicadeza, como si entendiera a la perfección el proceso de concentración en el que me hallaba,y no quisiera interrumpirlo.
Justo cuando empezó a llover con severidad algo en mí también se desbordó.


Esa noche un cuaderno lleno de garabatos apenas legibles, trazados con tinta negra,de principio a fin, fue arrojado a un contenedor de Bronshill Road.

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