martes, 1 de febrero de 2011
Ballade nº 4
Está frente a la máquina de escribir. Lleva casi una hora mirando el papel en blanco y no se le ocurre nada. Su imaginación está mermada, el potencial creativo que creía poseer ha desaparecido por completo. Se siente un inútil.
Decide poner algún vinilo en la gramola para incentivar a su ingenio. Abre el armario de madera labrada que perteneció a su abuelo ,un aficionado a las antigüedades.
En medio del saloncito austero del piso de Berlín en el que vive desde hace unos
meses Gustav Elliot, aquella reliquia desentona.
Mira las fundas de cartón de los vinilos ,colocadas dentro del armario labrado, con detenimiento, con la calma y la solemnidad con la que degusta un vino un sommelier; Mozart, Bach, Beethoven, Vivaldi, Schubert , Haydn, Clementi, Liszt ,Cramer y finalmente Chopin. Coge este último sin dudar, lo saca cuidadosamente y lo pone en el tocadiscos. Acciona el botón y el disco comienza a girar. Espera unos segundos y pone la aguja encima. Un rasgueo leve y difuminado cesa para dejar paso a las primeras notas del Nocturno número ocho. Se sienta y las palabras mágicamente comienzan a surgir:
“Tarde sombría en el Gran Hotel Imperial de Berlín. Bajo las escaleras enmoquetadas de un azul elegante y señorial .En el hall, iluminado por una maravillosa lámpara de araña fabricada con cientos de cristales de bohemia, se sitúa un piano de cola negro. Entre los allí presentes se encuentra lo más distinguido de la alta sociedad europea. Me reciben con una ovación. Saludo levemente con una inclinación de cabeza y ya siento que los nervios me hacen temblar súbitamente.
Los camareros con sus trajes de chaqueta y sus guantes blancos deambulan con bandejas de canapés y copas de champagne.
El director del hotel me tiende la mano amablemente. Se la estrecho, devolviéndole una sonrisa. De entre el público da un paso al frente una señorita que viste un vestido largo espéctacular, con el cabello ligeramente ondulado. Se sienta al piano, sonriente, altiva, confiada; pero la conozco lo suficiente como para saber con precisión qué clase de sentimientos la invaden. Esta vez son los nervios.
El director del Gran Hotel Imperial comienza una breve introducción:
-Buenas noches distinguido público, es un honor para mí poder presentarles al escritor y poeta Víctor Vihesmae que esta noche nos va a recitar algunas de sus fragmentos acompañado de la maravillosa pianista y compositora Diana Stragoff. Sin más preámbulos van a comenzar.
El público fervoroso se funde en otro aplauso.
Las manos pálidas, ingrávidas de Diana parecían hacerse más sólidas cuando acariciaba las teclas del Steinway. Esto era algo que me encantaba observar en las tardes de ensayo previas al recital. En el conservatorio donde nos reuníamos cada tarde para ensamblar mis palabras con sus notas la delicadeza de la pianista se hacía imperceptible cuando tocaba. Por el contrario parecía como si fuera una mujer mucho más fuerte, menos vulnerable.
Tras la introducción me hizo un gesto que indicaba que debía comenzar a recitar; la voz ronca y recia empezó a salir de una boca que no parecía ser la mía. Supe que Diana me miraba de soslayo, esto me dio una confianza desaforada y me sentí más cómodo delante de aquellos remilgados que seguramente no eran capaces de entender ni una palabra de lo que decía.
-Cuando en el lago de la desolación se posa el Sol, desde las profundidades de las aguas sombrías emergen dos pájaros blancos. Qué agradable sorpresa para el observador, qué desconcierto para el lago. Las gráciles aves apenas se dan cuenta de que el lago prefiere tenerlas ocultas y oprimidas en sus profundidades, que verlas batir sus alas y ser el centro de todas las miradas.
En ese momento las notas del piano de cola y mis palabras se fundían, éramos como un gladiador que se enfrentaba a doscientos leones hambrientos con la astucia y la calma que son respaldadas por un sueño común.
Sentía que mis rimas estaban llegando a su fin –temido y a la vez esperado- porque era la parte en la que Diana se había empeñado en ensayar cientos de veces.
-Solo aquel que nada a contracorriente siente que está vivo- dije, presintiendo la reacción de todos los bobos con cara de complacidos que no sabían de lo que les estaba hablando desde hacía ya más de media hora.
Diana se levantó enérgica, excitada, sabiéndose privilegiada por poder estar viviendo ese momento.
Cuando el tercer aplauso de la noche finalizó y los invitados empezaban a halagar nuestro trabajo, mi amiga cogió el revólver que habíamos guardado estratégicamente la noche de antes bajo la tapa del piano, y le disparó una bala certera entre las cejas del señor Kratz,el dueño de una multinacional Sueca que había asesinado a los padres de Diana cuando ella solo tenía cuatro años.
Salimos del hotel por la puerta de la lavandería.”
La Hispano Olivetti de Gustav se acababa de quedar sin tinta y Chopin había dejado de sonar. -Justo a tiempo -pensó- pues no sabía cómo acabar esta historia.
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