jueves, 13 de octubre de 2011

Roca







Retratar rostros conocidos deja de ser divertido cuando la luz acapara y abraza las sombras, cuando la nitidez se torna en difusión, cuando la pintura del lienzo se diluye en el agua del pincel mal secado o cuando la lágrima cae sobre la tinta emborronando el folio.
Robar rostros extraños, anónimos es más lúdico; existe el morbo de ser descubierto y vamos a hurtadillas, valiéndonos de la memoria fotográfica para capturar todos los detalles en el mínimo de tiempo, prescindiendo de la contemplación y templanza propias del retrato pausado.
Llegado el momento en el que los rostros pasan a formar parte de un segundo plano y lo que priman son las acciones (un beso, una despedida, una risa, un llanto…) el ladrón de instantáneas pasa a ser un narrador subjetivo y se implica en la trama. Es fácil reconocer a su vez lo que sentían los retratados y el retratista. Conocemos varias historias simultáneamente y también nos hace implicarnos a los que observamos en tercera persona. Es un complicado entramado de comunicación de ideas, sentimientos, pensamientos, sensaciones… Sería correcto afirmar que el arte en sí mismo encierra más tecnología que un ordenador de última generación con la gran diferencia que el arte no pasa de moda y su evolución no es tan repentina lo cual permite que tampoco quede obsoleto. El arte es y será por siempre universal.

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