miércoles, 9 de noviembre de 2011

Diario de un naúfrago.




En las noches de tormenta, cuando el mar no halla el conciliador sueño y la brisa salada y corrosiva se bate en un encarnizado duelo contra el mascarón de mi velero deseo estar allí.


A veces, después de la tormenta, amaina; otras no finaliza el combate despiadado hasta que mi frágil memoria olvida cuándo comenzó y cómo eran los amaneceres en los que el cielo y el mar se erguían como un solo titán.

Anoche, durante el vendaval, la cabeza me daba vueltas y no tuve el coraje necesario para salir a cubierta y luchar cuerpo a cuerpo con Poseidón.
Me quedé en un rincón del camarote, envolviendo mis rodillas en un abrazo perpetuo para impedir que continuara temblando. Hay veces que el mejor abrazo es uno mismo.

Cerré fuerte los ojos apretando los párpados, intentando contener las lágrimas que se amontonaban en mi garganta pero inexorablemente terminaron desbordándose.
Contemplé a través del ojo de buey un rayo, difuminado a causa de las lágrimas que emborronaban mis ojos, impactando con lo que parecía ser la tierra. Zeus descargaba su furia contra el sólido continente mientras yo era un diente de león en mitad de un desierto. Me encontraba a merced de las olas en ese caótico vaivén, en ese estado de movimiento infinito.

Deseé durante tantos años este barco para sentir la independencia y autosuficiencia más puras.
Anoche la libertad se tornó en angustia y el bucólico sotavento en una bestia indomable.

El agotamiento y la frustración me atraviesan los huesos igual que el sodio corroe el metal del mástil. Tengo las manos hinchadas por el frío y quemadas a causa de la fricción de las maromas.

No me quedan fuerzas, no seguiré luchando.
Qué osado es el hombre cuando cree que puede doblegar a la naturaleza.
Me rindo, me hundo.
Adiós camaradas.

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