miércoles, 22 de diciembre de 2010

El tiempo que nos queda.



Me propuse salir a correr todos los domingos por la mañana y era una de las pocas promesas que mantenía.
Desayunaba y bajaba al parque. Allí me ataba las zapatillas y sincronizaba mi reloj para correr exactamente una hora. Era un animal de costumbres y siempre hacia el mismo recorrido: empezaba la marcha en el lago, pasaba por la zona de los patinadores y por último bordeaba unos cuantos bancos aislados.
Siempre salía muy temprano y el parque solía estar casi desierto. Los columpíos se movían fantasmales a merced del aire, las cafeterías empezaban a abrir y los titiriteros y mimos hacian su aparicion para asegurarse un buen sitio en las zonas más transitadas.

Un día me sorprendió un anciano que pese al frío de la mañana había bajado al parque y estaba en un banco, sentado y cabizbajo. Lo mire de reojo. Tenía una expresión de tristeza infinita que tarde días en olvidar.
Todos los domingos le veía y el abuelo me hacia un gesto con la cebeza, como deseandome un buen día.

Pasaron los meses y este señor me intrigaba cada vez más.
Antes de empezar la carrera me prometía pararme y cruzar unas cuantas palabras con él. Probablemente estaba solo , como la mayoría de hombres de su edad, y necesitara a alguien con quien hablar, pero me acordaba del propósito de conocerle cuando ya estaba demasiado lejos de él y lo dejaba para el fin de semana siguiente.

Pero ese domingo no fue como los demás, el despertador sonó una hora antes. No podía conciliar el sueño y decidí salir a correr antes de lo previsto. Divisé la sombra octogenaria entre la niebla. ¡Esta vez le conocería!.

Me acerqué cuidadosamente intentando no asustarle-puesto que un susto a su edad podría ser mortal- y con confianza le puse una mano en el hombro. Entonces llegó mi sorpresa ,el pánico me hizo temblar y el sudor se me enfrió. El tacto del anciano era húmedo,frio y metálico.
Gire en redondo para verle la cara y me quedé petrificado. El anciano era una figura a tamaño real de bronce que sostenía un reloj de bolsillo entre las manos y lo observaba con un rostro de desolación tan real que parecía esculpido por el propio Miguel Ángel.

Las dudas hicieron que me sintiera mareado.Me senté para intentar tranquilizarme en el hueco que la estatua dejaba libre en el banco. Me sentía confuso, nervioso, aturdido...leí una chapita en el suelo con una inscripción que decía "Somos el tiempo que nos queda." Salí corriendo de allí a toda velocidad y decidí no volver más.


El otro día llevé a mis nietos a aquel parque , hacía casi dos décadas que no pasaba por allí y recordé la vieja historia de la figura de bronce, el vello se me erizó. Me sente en un banco próximo y moví con los pies las hojas secas de los árboles y volí a ver la misma chapita grabada. La inscripción estaba deteriorada, vieja y oxidada. Entendí .entonces, con claridad aquel mensaje.

No hay comentarios: